22 diciembre, 2014

¿Derechos o costos laborales? ¿Cómo plantear el problema?

La forma en la que uno se plantea las preguntas es un condicionante fundamental que define las respuestas que uno puede construir. A propósito del debate (pero no centrado en él) acerca de la “Ley que promueve el acceso de jóvenes al mercado laboral y la protección social” quisiera compartir algunas consideraciones generales.
En primer lugar, las posturas a favor y en contra de dicha norma suelen organizarse alrededor de dos ejes: los que están a favor de la norma consideran que al eliminar, en el caso de los jóvenes 18 y 24 años que se incorporen al mercado laboral (formal) por primera vez, algunos elementos que hacen parte de los contratos regulares (seguro de vida, Compensación por Tiempo de Servicios, gratificaciones de julio y diciembre, 15 días de vacaciones, no acceso al total del reparto de utilidades) se abarata la contratación formal y, consiguientemente, se puede generar mayor empleo formal. Por su parte, los que están en contra de la norma subrayan que se trata de una remoción ilegítima (y, según ciertas opiniones ilegal pues introduce un elemento de discriminación) de derechos laborales.
Si uno de los lados centra su argumento en los costos y el otro en los derechos es prácticamente imposible hallar algún punto de convergencia, incluso para simplemente hacer posible el diálogo. Me parece que hay dos cosas claves que faltan en esta discusión:
  1. Entender que los derechos siempre tienen un costo y que, por lo tanto, el argumento a favor de abaratar costos puede sonar sumamente sensato desde un punto de vista económico, pero no es necesariamente deseable. Por ejemplo, las elecciones nacionales cuestan y uno podría pensar que podríamos ahorrar como país, si es que se suprimieran las elecciones de autoridades políticas (y en un país como el Perú, muchos podrían estar tentados a aceptar una idea como ésta). El problema con esta idea es que elimina el derecho de las personas a elegir sus autoridades y, por lo tanto, no es una propuesta legítima en una sociedad democrática. Del mismo modo, si se trata de abaratar costos laborales uno podría pensar en otras formas de contratación como restaurar la servidumbre, el enganche, la encomienda o la esclavitud, o extender la jornada de trabajo más allá del límite legal de las ocho horas (…. pensándolo bien, esto ya se hizo!!) que, seguramente serían más baratos que un contrato de personas libres con derechos, pero eso también es ilegítimo en una sociedad que aspira a ser civilizada. En un mundo civilizado o, como les gusta decir a algunos en “un país de primer mundo” no hay ni esclavos, ni siervos, sino personas con derechos y eso tiene un costo que como sociedad debemos asumir. ¿Cuál es ese conjunto de derechos? Los que resulten de los acuerdos sociales (traducidos en leyes o compromisos internacionales) a los que la interacción entre las personas arribe. Desde este punto de vista, la supresión fáctica de la jornada de ocho horas es un problema como lo es cualquier paso hacia la remoción de derechos.
  2. El segundo elemento que falta en esta discusión es entender porque razón o razones a muchos de nuestros empresarios (y también economistas) les interesa abaratar el costo de la fuerza de trabajo. Hay varias razones que explican esto: en algunos casos un espíritu rentista que prefiere transferir el costo de la ineficiencia de la gestión propia al Estado (mediante el acceso mercantilista a ventajas específicas) o a particulares (como a los propios trabajadores mediante la eliminación de derechos, o mediante la conservación, por ejemplo, de un sistema de transporte público indigno pero barato –un sistema de transporte público decente tendría un costo que presionaría hacia la elevación de los salarios) en vez de pensar en elevar la productividad. La reducción de la jornada de trabajo a finales del siglo XIX no fue algo fácil de conseguir, muchos empresarios (y economistas) de entonces, resistieron la idea con argumentos que no son muy distintos de los que se esgrimen hoy. Ahora bien, en otros casos no se trata de esto sino más bien de una respuesta ante otro fenómeno social complejo: hay que competir económicamente con un sector informal que absorbe al 75 por ciento de la Población Activa (una proporción aún mayor en el caso de los jóvenes) y, no debe olvidarse, con China (donde los derechos -no sólo laborales- son terra incognita).
Así, me parece que esta discusión debería derivar en otras cosas sustantivas: en primer lugar, debemos preguntarnos:
  • ¿por qué razón o razones tres de cada cuatro peruanos tiene un empleo precario?;
  • ¿por qué esa situación de precariedad se ha mantenido inalterada desde hace más de tres décadas y el boom económico de los últimos años parece no afectarlo?;
  • ¿por qué el afán de lucro lleva a perder de vista la importancia de promover y asegurar una vida digna en todas partes (incluso en China)?

Es importante también entender que existe una bajísima productividad que es resultado no sólo de un mal sistema educativo, sino también de prácticas empresariales bastante precarias.
Los derechos laborales son una legítima aspiración vinculada a contar con una vida civilizada. De hecho, ésa es una de las razones por la que en un grupo importante de países “desarrollados” las leyes laborales son menos flexibles que en un país como Perú. Ahora bien, en el Perú los derechos laborales están profundamente restringidos a una parte muy pequeña de la población que trabaja (recordemos por ejemplo, que el Estado ha inventado un mecanismo para escaparse de las normas laborales, los llamados CAS, que afecta a una gran parte de la población empleada). Por esta razón algunos los ven como “privilegios” de una minoría. Así, estas personas se sienten impelidas a buscar una igualación de las condiciones laborales “hacia abajo” (quitando derechos) cuando lo que es preciso pensar en cómo logramos una igualación “hacia arriba” terminando con la precariedad del empleo que prevalece en el país.
Un mercado laboral con 75 por ciento de empleo precario (y una proporción mayor en el caso de los jóvenes) es una realidad que presiona “hacia abajo” ya que la forma más fácil (y torpe) de resolver la informalidad del empleo consiste en equiparar las condiciones del empleo formal con las del empleo informal (es decir, eliminando derechos), pero eso no resuelve el problema profundo de precariedad al que hay que atender si queremos empleos dignos en una sociedad que asegure la dignidad para todos. A fin de cuentas, una buena forma de medir el grado de desarrollo de una sociedad es la prevalencia de empleos precarios: una sociedad desarrollada es una en la que el empleo es digno, decente.
Cuando terminaba de escribir estos comentarios, un buen amigo llamaba mi atención sobre una caricatura de Carlos Tovar que tan claramente muestra la torpeza (aunque suene totalmente sensata) de equiparar condiciones cediendo a la precariedad.

Un comentario del estribo: ¿por qué razón una ley que recorta beneficios/derechos/costos laborales no elimina la contribución al fondo privado de pensiones? ¿será que no se considera necesario tocar ese aproximadamente 13 por ciento del costo de la planilla? Curioso ¿no?

04 diciembre, 2014

No somos los últimos (y ahora ¿qué hacemos?)

El día de hoy se publicó la primera entrega de los resultados del Tercer Estudio del Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación; es decir, de la prueba que mide de modo comparativo los desempeños de estudiantes de 15 países latinoamericanos en lectura y matemáticas en tercero y sexto grados y en ciencias en sexto grado.
Este estudio, conducido en 2013, produce información comparable con la del Segundo Estudio conducido en 2006 y, por lo mismo, permite ver variaciones en los desempeños de los estudiantes. Hace unos 15 años cuando se publicaron los resultados del primer estudio (conducido en 1997) el Gobierno peruano solicitó que los resultados del Perú no sean incluidos en la publicación. Esta solicitud creó una imagen que se ha ido consolidando y repitiendo desde entonces: “no se quiso publicar los resultados pues éramos los últimos de la región.” Claro está que pocos repararon en las objeciones técnicas que el equipo del Ministerio planteó entonces y que hoy, para los que conocen un poco de estas evaluaciones, son perfectamente coherentes con las conocidas debilidades de dicho estudio.
Más allá de lo anterior, la monserga sobre “somos los últimos en educación” fue reforzada en 2003 cuando se publicó el primer informe de PISA con la participación peruana, y desde entonces se repite sin mayor reflexión sobre el tema tanto a manos de expertos en educación, políticos poco avisados, personas que pasan por una esquina sin saber muy bien de qué se está hablando, o incluso de algún ministro con poca idea sobre el tema.
Lo cierto es que nunca se ha podido decir con alguna evidencia que fuimos los últimos del mundo ya que nunca se ha hecho una prueba de la que participen todos, o que fuimos los últimos de la región ya que nunca han participado todos; pero no sólo ello, los resultados siempre han mostrado que el Perú ha estado en el grupo de los “coleros” (sin que se pueda determinar cuál era el “último”) entre los participantes y esa situación acaba de cambiar de un modo indiscutible.
Los resultados del Tercer estudio del Laboratorio muestran una situación latinoamericana dispar con relación a los cambios entre 2006 y 2013: algunos países muestran descensos importantes en sus desempeños medios (Costa Rica, Uruguay), otros no muestran cambios; y finalmente, hay un grupo del que participa Perú (junto con Ecuador, Guatemala, República Dominicana, Paraguay) donde se observan mejoras importantes. 
Estos cambios significan que el Perú ha logrado ponerse alrededor o superar el desempeño medio de los países participantes. Es decir, parece que en educación estamos mejor que en fútbol.
El resultado más importante que yo veo en todo lo que he mencionado hasta acá, es que no existe forma de que la gente razonablemente repita que “somos los últimos” (si no somos los últimos entre estos 15 países, no podemos ser los últimos del mundo) y cualquiera que repita esa monserga de aquí en adelante sólo hará evidente su ignorancia sobre el tema.
Sin embargo, todo lo hasta aquí dicho no sirve para mucho más ya que lo importante (y esto hay que decirlo y repetirlo una y otra vez) no es el puesto que ocupamos en la carrera de caballos, sino en qué medida nuestro sistema educativo sirve para garantizar el derecho de las personas a la educación, y en qué medida el sistema educativo sólo reproduce desigualdades sociales pre-existentes. 
El mismo informe brinda alguna información sobre los desempeños de los estudiantes y muestra, como en el caso anterior, resultados que podíamos esperar dado lo que ya sabemos gracias a otros estudios (como las evaluaciones nacionales o nuestra participación en PISA): estamos muy lejos de garantizar que nuestros niños logren lo mínimo que la escuela debe garantizar. Si bien se ha elevado el porcentaje de estudiantes que alcanza los niveles de desempeño más altos (que no son muy altos precisamente), esta fracción aún representa a una minoría de nuestra población estudiantil.
Aún es necesario que las bases de datos de este estudio estén disponibles para poder explorar cosas importantes como: brechas de equidad (más allá de las disparidades de género que se muestran en el informe); en qué medida la mejora peruana obedece a factores educativos o es el resultado de la mejora general de los niveles de vida de los peruanos (en el caso de las variaciones en PISA entre 2001 y 2009, Alejandra Villanueva y yo hemos mostrado que las condiciones del país explican aproximadamente la mitad de la mejoría; ver el texto en Apuntes) etc. Asimismo, el informe es breve (68 páginas con un diseño que recuerda al recién retirado catálogo navideño de Falabella-Perú), omite información importante (como los errores de estimación) e incluye alguna información simplemente errónea (por favor, no dejarse llevar por la información sobre deserción acumulada en primaria de Perú que, simplemente, es equívoca).
Por otro lado, esperemos que las buenas noticias que se publican hoy (porque son buenas noticias) ayuden a consolidar el creciente consenso acerca de la necesidad de políticas educativas nacionales sensatas que se sostengan en el tiempo. Es esto lo que ha llevado en los últimos días a que varias voces propongan un acuerdo político para mantener a Jaime Saavedra como ministro luego del cambio de gobierno.