12 septiembre, 2015

“CADE Universitario: El cliente final de la educación superior es el empleador”

El 9 de septiembre, el diario Gestión publicó una noticia tomando las declaraciones de una integrante del Comité Organizador del CADE Universitario de este año (ver noticia aquí). Esas declaraciones se resumen (no se si con propiedad) en la frase que encabeza dicha nota y que tomo como título de este post.
¿Estamos realmente tan cegados por la ideología que las cosas se pueden plantear sin ningún desparpajo de una forma tan ridícula como ésta?
Empecemos simplemente poniéndonos desde la lógica del mercado: ¿no es el cliente aquél que paga por el servicio que se le brinda? Desde ese punto de vista el “cliente” de la educación superior es el estudiante quien paga de su bolsillo, mediante un crédito, o mediante un subsidio (familiar o de otro tipo). ¿Por qué el cliente tendría que ser uno que no paga por el servicio? ¿Acaso el cliente de un restaurant es, por ejemplo, el empleador del comensal? A fin de cuentas el empleador se va a ver beneficiado de que el comensal recupere sus fuerzas y se distraiga en el restaurant, ¿es ésa la "lógica" del argumento?
La mayor parte de la educación superior es sufragada, en el mundo, con tributos. Los tributos no pertenecen de modo directo a quien los paga, sino que son recursos transferidos por la comunidad al Estado para que éste (al menos en una sociedad moderna) opere y asegure finalidades públicas. ¿Por qué la comunidad habría de sufragar un servicio que tiene como “cliente” a otro? o, dicho de otro modo, ¿por que el interés de un particular habría de determinar el propósito de aquello que sufragamos todos y que supone tener una finalidad pública?
Lo anterior sólo muestra lo ridícula de la frase; sin embargo, una discusión más seria del tema mostraría que lo que está detrás de esta afirmación no es sólo una frase boba, sino una opción y, más allá de ello, una ideología (en el sentido más Marxiano de la palabra): el empleo futuro es visto como el aspecto definitorio central de la educación. ¿Es esto así?
Evidentemente, ésta es una perspectiva sobre la educación, legítima, pero no la única. Desde los años 60, una parte de la ciencia económica ha postulado que la educación es inversión en generación de capital humano; es decir, una inversión que tiene como propósito incrementar la capacidad productiva de las personas. Esto explicaría que las personas y sociedades inviertan en educación ya que se trataría de una inversión rentable pues, en el largo plazo, permite que las personas seamos más productivas lo que permite incrementar los ingresos futuros de las personas, así como contribuir de mayor manera al crecimiento económico de los países.
Esta perspectiva suena razonable y hay personas que adoptan esta perspectiva y otros que no lo hacemos. Hasta ahí no hay mayor problema. Las cosas se complican cuando se transforma una perspectiva que legítimamente se preocupa por una dimensión del fenómeno educativo en un canon para determinar supuestos principios o verdades últimas como el despropósito reproducido en el título.
Así como existe esa perspectiva sobre la educación, existen otras. Por ejemplo, el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (instrumento legal que ha sido suscrito por casi la totalidad de los Estados), señala en su segundo párrafo que:
La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz. (Tomado de: http://www.un.org/es/documents/udhr/)
Como queda claro, no hay la más mínima mención de la preocupación económica (entre otras razones porque la teoría del capital humano se formuló varios años después), sino más bien una visión humanista de la educación que, además, se engarza con los desafíos más importantes que el mundo identificaba en ese momento (y que probablemente hoy son aún más urgentes). Evidentemente, algunas personas todavía recordamos estas palabras y debemos insistir en ellas para que la ideología actualmente en boga no termine ahogando cualquier resquicio de pensamiento crítico.
Pero esto no es sólo un tema de diversas perspectivas. Déjenme ilustrar este punto de la siguiente manera. Imaginemos por un momento que la educación no logra mejorar la productividad de las personas (si bien es algo que difícilmente suceda, no es algo inverosímil) ¿debemos por tanto dejar de invertir en educación? 
Esta ilustración profundamente retórica sólo sirve para develar lo fundamental: debemos invertir en una educación que, por ejemplo, promueva la tolerancia y la amistad entre las naciones así eso no se traduzca en ningún beneficio económico!! Es decir, la educación es un fin en sí misma dado su entronque con lo que valoramos de la humanidad y no es un elemento subsidiario a la lógica económica (u otra). 
Espero que al plantear las cosas de esta manera aporte un poquito a que podamos algún día abrir los diarios y leer menos tonterías o, al menos, a leerlas acompañadas por un comentario indignado.
Yo no tengo problemas con que haya gente que en su ensimismamiento ideológico crea que todo debe ser puesto al servicio de la gran empresa, a fin de cuentas las personas son libres de consumir las sustancias que prefieran, pero lo que si me resulta inadmisible (por la ceguera ideológica que denota) es que tras veinte años de hacer exactamente eso, no se perciba que los innegables beneficios económicos que se han verificado en el país, no son suficientes para construir una vida civilizada: uno puede usar una tarjeta de crédito para comprarse zapatillas de marca, cargar combustible en un auto nuevo, etc; pero tener una sociedad en la que hay respeto por el otro, donde se garantiza la dignidad de cada uno, donde las instituciones operan, donde se vive en civilización … no tiene precio.

26 febrero, 2015

ECE 2014: Eppur si muove

Se acaban de publicar los resultados de la edición 2014 de la Evaluación Censal de Estudiantes del Perú. Esta evaluación mide competencia lectora y habilidad matemática al final del segundo grado de primaria en todas las escuelas del país (con algunas excepciones muy puntuales) y, se conduce anualmente desde 2007.
Los resultados son muy auspiciosos pues se aprecia una importante mejora en el desempeño medio de nuestros estudiantes. Así, por ejemplo, si en 2007 sólo entre 14-15 por ciento de los estudiantes lograba un desempeño satisfactorio en lectura, ese porcentaje había subido a entre 29-32 por ciento para 2013, y en 2014 experimentó un salto que ubica ese valor entre 39-43 por ciento. En el caso de matemáticas, los valores para los mismos años son de 7-8; 15-17; y 24-27 por ciento respectivamente.
(Una nota marginal, nótese que pongo los porcentajes como rango y no como valores puntuales, pues los valores robustos se reportan a partir de una muestra de control y, por lo mismo hay un margen de error; los intervalos que he usado corresponden a un nivel de confianza estadística del 95 por ciento)
Lo primero que me parece importante decir es que son buenas noticias (aunque aún insuficientes) ya que, más allá de los diferentes temas que podemos y debemos discutir, este progreso es consistente con lo que muestran otras fuentes de datos (como el estudio latinoamericano publicado en diciembre pasado, o el estudio de la OECD publicado en diciembre de 2013); todos los estudios apuntan en la misma dirección: los niveles de aprendizaje de los estudiantes peruanos aunque bajos, vienen mejorando de modo sistemático desde hace, por lo menos 14 años (ya que tenemos datos comparables de la prueba de la OECD desde 2001, por lo mismo, no sabemos si la mejoría empezó incluso antes).
Me parece de capital importancia no actuar con mezquindad frente a este hecho. El discurso tremendista que se ha instalado en los últimos años acerca de la educación peruana y graficado en la frase “tenemos la peor educación del mundo” no sólo se basa en la ignorancia, sino también tiene efectos nefastos sobre el debate educativo y sobre las propias realidades educativas. ¿Alguien cree que podremos, por ejemplo, reclutar a los estudiantes más talentosos que egresan de la secundaria como docentes si, al mismo tiempo, les decimos que lo que les espera es trabajar en el peor sistema educativo del mundo? 
Lo segundo que es necesario mencionar tiene que ver con las disparidades internas que la prueba muestra. Como hemos anotado en un texto que preparamos con Juan León y Santiago Cueto con datos de 2007 a 2012 (disponible aquí), las brechas tienden a mantenerse excepto en el caso de las diferencias entre los resultados observados en escuelas estatales y no estatales (donde el éxodo de estudiantes hacia el sector privado es, potencialmente la causa principal de que el promedio de ese segmento disminuya –lo que, por cierto, plantea el problema de hasta dónde los datos son comparables en el tiempo cuando hay variaciones tan importantes en la conformación de las subpoblaciones). En particular las brechas urbano/rural y polidocente completo/multigrado se mantienen muy marcadas; ahora bien, un cambio en este aspecto supondría que la mejora se de a un ritmo mayor en las zonas hoy menos favorecidas.
Lo tercero que me parece central destacar tiene que ver con el problema de atribuciones. Seguramente (lo digo desde la comodidad de no estar en Lima sufriendo este espectáculo) en estos momentos hay más de uno que desea atribuirse la mejora y lo cierto es que es imposible determinar atribuciones con precisión pues el propio diseño de la evaluación no lo permite. Es posible que esta mejora sea el resultado de las mejoras generales en las condiciones de vida de los peruanos (lo más probable es que esto explique una fracción muy importante de los resultados como lo hemos mostrado para el caso de PISA); de políticas educativas nacionales y regionales enfocadas desde hace 20 años en mejorar aprendizajes; de mejoras en las prácticas docentes como resultado de su mejor situación económica (desde 1990 su salario real ha crecido más de cuatro veces y la mayoría de profesores que tenemos han ingresado a trabajar luego de 1990) y de políticas de apoyo a su labor; etc. Asimismo, es posible que parte de los resultados en la prueba se explique por efectos perversos de la misma como, por ejemplo, la cada vez más extendida práctica (que en algunos casos es política educativa regional como en Amazonas en 2013 y en Moquegua desde hace varios años) de preparar a los estudiantes para la prueba. Cualquiera que haya ido a una academia pre-universitaria o se haya preparado para algún examen en particular sabe que la preparación funciona como forma de mejorar el manejo de la prueba misma; así sirve para mejorar los puntajes pero no necesariamente, ni en la misma proporción, para mejorar los aprendizajes.
Este último punto es uno que me preocupa particularmente pues termina (dependiendo de cuán extendida esté esta práctica) desvirtuando la capacidad de la Evaluación Censal para decir algo sobre los aprendizajes y, por supuesto ya invalidó cualquier posibilidad de hacer rankings (que ya eran absurdos por otras razones). El carácter censal de la prueba hace que sus resultados tengan un valor simbólico importante, y si uno asocia a esos resultados retribuciones materiales (como se ha empezado a hacer desde finales del año pasado para lo cual ya se hace un ranking aunque separado por estratos), deriva de modo sistemático en mermar la capacidad de la Evaluación Censal para decir algo relevante. Ya era poco lo que decía antes, ahora, estas prácticas la limitan aún más. Darle demasiada importancia al termómetro deriva en que éste se termine rompiendo.
Es hora de pensar con detenimiento en un sistema nacional de evaluaciones de aprendizajes en serio. Para esto contamos con todas las capacidades profesionales y de visión estratégica (la UMC es, probablemente, una de las áreas más competentes y profesionales de todo el Estado peruano). Un Instituto independiente, cuya autonomía no pueda ser arrasada con decisiones torpes (como la decisión presidencial de crear la ECE que se tradujo en desechar todo el plan de evaluaciones que la UMC tenía entonces) nos puede permitir repensar varias cosas como, por ejemplo, dejar de invertir sumas importantes de recursos en una evaluación tan inútil (desde el punto de vista educativo) como nefasta (desde el punto de vista político) como PISA. Las evaluaciones muestrales de 2013 (cuyos resultados serán publicados muy pronto) cubrieron más áreas (incluso ciudadanía), con mayor profundidad y en más grados. Esta es una muestra de la capacidad con la que contamos para hacer cosas de las que realmente podamos sacar lecciones, y no enfocarnos en cosas que operen como el garrote o la zanahoria que “necesitan” ciertos modelos simplistas de interpretación de los asuntos humanos. 
Hoy que hay mejoras indiscutibles, es un buen momento para repensar el sistema de evaluaciones de modo profesional y no en función de supuestas necesidades de gestión que “necesitan” que cada escuela tenga un termómetro que debe ser verificado por la autoridad central (esa forma de gestión, lo sabemos, es epistemológicamente absurda y políticamente ilusa, así como es capaz de crear más problemas de los que resuelve). En este contexto de mejora, los cambios que se introduzcan en el sistema de evaluaciones no podrían ser tildados de “intentos por ocultar la realidad” como dice la leyenda creada alrededor de la no publicación de los datos de Perú en el primer estudio latinoamericano de 1997 (si se quería ocultar la realidad, entonces, ¿por qué se pidió participar en PISA en el mismo momento? Hoy nadie menciona ese estudio latinoamericano pues hay plena conciencia sobre sus profundas debilidades).

Termino esta nota volviendo al inicio: el sistema educativo está mejorando, aún falta mucho, pero está mejorando. Sin negar los inmensos desafíos que tenemos, generar consenso sobre esta idea es vital para levantar el estigma creado a lo largo de los últimos años y que, simplemente, hace daño. Los niños aprenden cada vez un poquito más, ¿no es eso una buena noticia?

27 enero, 2015

El hombre que amaba a los perros

Hace unos días terminé de leer (aunque aún no termino de digerir y no creo que pueda hacerlo por mucho tiempo) "El hombre que amaba a los perros", de Padura.

Más allá de los méritos literarios que no me siento capaz de juzgar, es una historia que me tiene emocional e intelectualmente atrapado: los mejores sueños de occidente tornados en las peores pesadillas; vidas entregadas a (y envilecidas o simplemente destruidas por) causas completamente opuestas a lo que se supone que pretendían ser; pueblos enteros sojuzgados de una manera miserable; la demencia encaramada en el poder y servida por personajes sombríos (y, a veces, por algunos brillantes); y, en medio de todo esto, héroes y villanos capaces de amar a los maravillosos compañeros que tenemos desde hace 30 mil años.

1920
Por otro lado, para aquéllos que en mucho fuimos forjados el siglo pasado, hay muchas moralejas que pelean con nosotros para ser extraídas, que se resisten a mostrarse de modo evidente ante quienes compartimos muchos de esos sueños y que, de alguna forma, nos atrevimos a descubrir la pesadilla no para buscar un escape (como el renegado que simplemente cambia de dogma o de capilla pero es incapaz de vivir sin uno y otra), sino para lidiar con ella pues sueños y pesadillas no son mundos distantes, del mismo modo que ángeles y demonios coexisten dentro de cada uno de nosotros.

Me gustaría decir con el mejor de los personajes históricos presentado en la novela que "mi fé en el futuro (...) de la humanidad es hoy más firme aunque no menos ardiente que en mi juventud" pero no compro que la historia tenga un telos, así es demasiado fácil y resulta falaz (esa es una de las razones por las que perdiste la batalla y tu propia y brillante vida mi querido y admirado LT -confiaste demasiado en algo que no existe). Sin embargo, que cada uno construya su propio telos es infinitamente más desafiante y gratificante (incluso cuando uno pierda las batallas o hasta la propia guerra) que una vida en la que todos los rumbos parecieran terminar en la caja de una tienda en un Centro Comercial.