Independientemente de quien gestione los programas educativos, hay una asignación de recursos públicos que es de central importancia para asegurar adecuados niveles de acceso y aprendizaje para todos. Es decir, el financiamiento cumple un papel clave en la equiparación de condiciones de modo que las personas puedan lograr aprendizajes independientemente de sus condiciones de partida (fundamentalmente, sus características socioeconómicas y demográficas).
Por esta razón, resultaría lógico pensar que los volúmenes de financiamiento deben determinarse tomando en consideración dos grupos de factores: (i) lo que se necesita para desarrollar determinados objetivos curriculares (libros para leer, laboratorios para experimentar, profesores para enseñar, etc.) y (ii) lo que se necesita para asegurar que todos tengan iguales oportunidades (atender necesidades, digamos, no directamente educativas).
De lo anterior se colige que un adecuado financiamiento de la educación se ha de definir en función de las necesidades y, dado que éstas son diversas, habría de ser diferente de acuerdo a los diferentes contextos a atender.
Esta idea tan simple va absolutamente en contra uno de los mitos más afincados en el tema de la educación, el mismo que sugiere asignaciones iguales para todos (lo que no hace sino ignorar y, por lo tanto, reproducir las desigualdades de partida) es decir: similares tamaños de clase, mismo salario para los docentes (como si todos tuviesen que tener las mismas competencias), etc.
Una de las manifestaciones más nefastas de este mito es la idea de que se podría definir que todos los países del mundo habrían de destinar "al menos" una proporción similar de su riqueza a la educación, donde, 6% es el número mágico elegido.
Este tipo de ¨recomendación¨ se ha venido esgrimiendo en el mundo de la educación desde hace por lo menos cinco o seis décadas y sólo produce dos resultados principales: (i) exonera a los especialistas en educación de pensar y trabajar en la estimación de las reales y diversas necesidades que hay que atender, y (ii) produce la burla de cualquier economista que trabaje en finanzas públicas que termina desdeñando los reclamos por una mayor inversión en educación por que éstos se orientan alrededor de una cifra que carece de sustento (pues no hay ninguna forma de sutentarla excepto, como lo señalara Juan Fernado Vega aquí, con el recurso a la autoridad y este argumento es, en realidad, una falacia).
Por otra parte, este tipo de ¨recomendación¨ merma el necesario énfasis en la equidad al formular una ¨solución¨ del tipo talla única. Esta recomendación deja de lado algunas variables importantes que explican por qué Japón puede tener una respetable educación con sólo 3.8% de su PBI y Lesotho no lo logra con 13%. Estas variables son:
- El tamaño de la población a atender (a más gente, mayor inversión)
- La distribución de la población a atender por nivel educativo (diferentes costos en diferentes niveles)
- El patrón de distribución de la población y de los centros educativos (concentrado / disperso; urbano / rural - diferentes costos para el mismo “paquete tecnológico”)
- La distribución publico/privada de la matrícula (de qué tamaño es la población que se atiende con recursos públicos)
- Las restricciones de gestión (ratio alumno/profesor; repetición; retención; número de años de educación obligatoria, etc.)
- La diversidad específica de las necesidades de subpoblaciones (multiculturalidad, atención de de poblaciones excluidas, pobreza, etc.)
- Los ingresos tributarios (cuánto tiene el Estado para invertir), y no de menor importancia
- El tamaño y evolución de la economía
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